La más potente alianza militar y comercial de los últimos 70 años se resquebraja ante el estupor de Europa y el desconcierto del resto del planeta. La crisis suicida del vínculo transatlántico dinamita la confianza entre los aliados porque el imprevisible Donald Trump se ha saltado las reglas de la comunidad internacional. Lo ha hecho al retirarse del acuerdo nuclear con Irán y del pacto sobre el clima o al imponer nuevas tarifas a la UE y Canadá. El problema no es coyuntural. El nexo transatlántico como lo hemos conocido ya no volverá.
Las “graves discrepancias” entre aliados citadas por Donald Tusk, presidente del Consejo Europeo, o Jens Stoltenberg, secretario general de la OTAN, son ya menosprecios a plena luz del día. “Con amigos así, ¿quién necesita enemigos?”, ha resumido Tusk. Hasta el educado presidente Emmanuel Macron anunció en Twitter que a los líderes europeos les resultaba “indiferente” dejar aislado a Trump, como así fue en la reciente cumbre del G7 en Canadá.
El desencadenante de este bochornoso espectáculo ha sido la serie de humillaciones de Trump a los europeos. Tras alegrarse del triunfo del Brexit, el arrogante mandatario ha despreciado los compromisos con Europa y ha desoído los consejos de Macron y de la canciller Angela Merkel.
El definitivo punto de inflexión llegó el 8 de mayo, cuando Washington se desligó del acuerdo con Irán. Al mes siguiente, el imprevisible líder estadounidense concretó su amenaza de guerra comercial al imponer unos aranceles del 10% y del 25% para el aluminio y el acero, respectivamente, comprado por Estados Unidos a Europa y Canadá.
Esas dos traiciones a los europeos han convertido en irrespirable el ambiente en la relación transatlántica, es decir, en Occidente, que eso es el eje estratégico entre Europa, EE UU y Canadá. Incluso la prudente Merkel ha dejado esta frase para la historia: “Los tiempos en los que nos podíamos fiar los unos de los otros están llegando a su fin”.
Europa está demostrando ser menos débil de lo que muchos pensaban. Lo prueba su firme reacción en el terreno comercial, que incluye preparativos para responder con las mismas armas: otros aranceles contra productos tan americanos como el bourbon o las motos Harley. Con 500 millones de habitantes, la UE es el primer inversor en casi todos los países del mundo y, como tal, encabeza con China y EE UU el trío más potente del planeta, por lo que una guerra comercial con participación europea causaría tremendos daños a todos, incluida la economía norteamericana.
Sin embargo, es en el terreno de la defensa donde se juega la clave de esta partida en la que ambas partes tienen cartas marcadas. Así, mientras Trump asegura que la OTAN está “obsoleta” y que EE UU debe limitar su presencia militar en el continente, los hechos dicen hoy lo contrario. En los últimos meses, y para reforzar la disuasión frente a Rusia, Washington ha incrementado su presencia militar en Polonia y los países bálticos. “Estados Unidos está volviendo”, asegura Stoltenberg.
Se trata, no obstante, de un espejismo pasajero. El expresidente Barack Obama ya advirtió a los europeos durante su mandato que deberían aumentar sus capacidades de defensa porque EE UU desplazaría las suyas a otros escenarios de mayor relieve estratégico, como el mar de China.
Para entonces, la UE ya se había lanzado a desarrollar la Europa de la Defensa. Las bravuconadas de Trump han acelerado esa apuesta en favor de una UE más autónoma. Compatible con la OTAN, pero no subordinada como ha ocurrido hasta ahora.
Hoy, 25 países europeos desarrollan a pleno rendimiento la cooperación estructurada permanente (PESCO, en sus siglas en inglés) en seguridad y defensa. Están decididos a lograr esa autonomía plasmada en la Estrategia Global de Seguridad de 2016 y ahora en los 13.000 millones con que la UE ha dotado su primer fondo para desarrollar proyectos militares o en los cuarteles generales que planifica.
La industria militar norteamericana queda excluida de ese fondo, toda una pista para el siguiente paso que se vislumbra: el compromiso de los países de la PESCO de usar sus presupuestos de defensa para adquirir solo material europeo.
Ese camino irreversible, sin embargo, coexiste con otro hecho también contradictorio: la seguridad última de Europa depende por ahora del paraguas norteamericano. Sobre todo frente a una hipotética amenaza de Moscú, que los europeos del este airean día tras día después de la anexión de Crimea.
Los ciudadanos de la UE, donde la imagen de EE UU se deteriora día a día, tienen escasa información sobre esa presencia de militares estadounidenses en el continente. Llegaron a ser más de 400.000 tras la II Guerra Mundial. La cifra disminuyó a menos de la mitad al concluir la Guerra Fría, pero hoy aún hay casi 70.000. Y su armamento incluye más de 200 cabezas nucleares y los sistemas clave para el escudo antimisiles.
Buena parte de esas tropas están integradas en la OTAN, el brazo militar del vínculo transatlántico en el que hoy descansa la defensa europea. Baste recordar que, cuando Reino Unido abandone la UE en marzo, el 80% del presupuesto de la OTAN procederá de países no integrados en el club europeo, según datos de la Alianza Atlántica.
Por todo ello, y a pesar de la creciente capacidad militar de Europa —hay 17 operaciones militares bajo bandera de la UE desde Afganistán a Somalia, pasando por Moldavia o Congo—, los líderes europeos apuestan todavía por mantener viva la alianza con EE UU. Y Washington también, porque ambas partes se siguen necesitando.
Pese a los exabruptos de su máximo jefe, lo explica muy claro Wess Mitchell, consejero para Europa del secretario de Estado norteamericano: “América y Europa son Occidente, el corazón del mundo”. Y lo asume Federica Mogherini, la jefa de la diplomacia europea, cuando dice que Europa cree en un sistema internacional basado en el multilateralismo. Eso opina también el principal aliado de EE UU en el continente, Reino Unido, que participará en la Europa de la Defensa aunque abandone la UE.
Por tanto, la alianza sobrevivirá. Pero ya no será la misma. Aquel mundo de dos bloques ha dado paso a otros escenarios en los que la aportación europea es menos necesaria para Washington, a su vez replegado en la defensa de sus intereses con una política aislacionista bajo el mantra del America first.
Europa afronta ahora el reto de resituarse. El declive de su alianza con Washington, las nuevas amenazas —incluida la ciberguerra—, la implantación de China como potencia de primer orden y el renacimiento de tres viejos imperios —Rusia, Turquía e Irán— le obligan a plantearse nuevas hipótesis. Tusk ha lanzado un aviso a navegantes: “Hay gente en Europa que busca lazos más estrechos con Rusia y China como alternativa al orden existente ahora”. Un aviso para un presidente temerario. La advertencia de una Europa que, debido (o gracias) a Trump, será una potencia militar autónoma antes de lo que nadie creía.