Llegan tiempos marciales. El presidente de Estados Unidos ha decidido poner en marcha el mayor rearme en una década y ha ordenado elaborar un presupuesto con un incremento de 54.000 millones de dólares (9,3%) en los gastos de defensa. La histórica subida será compensada con un plan de recortes general, especialmente duro con la partida de ayuda exterior. El tijeretazo, aunque evita tocar los dos capítulos de gasto políticamente más sensibles, pensiones y asistencia sanitaria, muestra que Donald Trump está dispuesto a iniciar una nueva escalada militar para hacer cumplir sus sueños de grandeza. “Tenemos que empezar a ganar guerras otra vez”, clamó.
Trump nunca lo ha ocultado. Es un halcón y quiere fortalecer la primacía militar. Para ello ha dado un salto en defensa que no se veía desde 2008, al final de la era Bush, con el conflicto de Irak y Afganistán aún sangrando a borbotones. “Antes decíamos que Estados Unidos jamás perdía una guerra, ahora no ganamos ninguna. Es inaceptable”, dijo.
A tal fin, los acuerdos del pasado le importan poco. Incluso los más espinosos. No sólo quiere lanzarse al avispero islámico, sino que ha despreciado públicamente el tratado de limitación de armas nucleares con Rusia y el jueves pasado ya anunció su deseo de ampliar el arsenal atómico: “Soy el primero que querría ver al mundo sin armas, pero no podemos quedarnos por detrás de ningún país, aunque sea amigo. Nosotros tenemos que estar a la cabeza de la manada”.
Para Trump, esta escalada militar no es sólo una forma de patriotismo. El multimillonario republicano siempre la ha vinculado a la prosperidad económica. “Reforzar el sector militar es barato. Estamos comprando paz y afianzando nuestra seguridad nacional. Además es un buen negocio. ¿Quién construirá los aviones y barcos? Trabajadores americanos”, ha escrito en su obra programática América lisiada.
Patria, cañones y empleos. El triángulo sobre el que descansa la apuesta de Trump ha sido una de sus principales promesas electorales. Y ahora quiere materializarla cuanto antes. Para ello ha ordenado a las agencias federales que empiecen a trabajar en un modelo de presupuesto que satisfaga sus deseos. La propuesta no estará lista hasta mediados de marzo. Luego tendrá que entrar en el Capitolio. Un espacio de mayoría republicana, pero donde todo es sometido a la presión de los más variopintos intereses. Será entonces cuando Trump, que hasta ahora ha gobernado bajo el impulso de las órdenes ejecutivas, tenga que hacer frente a su primera gran batalla legislativa.
En esa arena se verá su capacidad de liderazgo del bando republicano y también el alcance de sus sueños. En principio, lo que ofrece el presidente es atractivo para los conservadores. Al aumento del presupuesto militar le quiere añadir una bajada general de impuestos, el desmantelamiento de la reforma sanitaria (Obamacare) y una desregulación financiera intensa.
La partitura gusta a la mayoría, pero su instrumentación puede ser explosiva. Es el caso del Obamacare. Vilipendiado por Trump y los suyos, la promesa de eliminar la reforma sanitaria nada más llegar a la Casa Blanca ha quedado congelada. La constatación de que suprimirla afectaría a 22 millones de personas y dispararía el déficit fiscal en 353.000 millones de dólares en 10 años ha puesto freno a la demolición y dado paso a la búsqueda de alternativas racionales.
La construcción del presupuesto seguirá un proceso similar: será lenta y desactivante. Pero en el corto plazo, en el juego de lo inmediato que tanto practica, Trump ha emitido una señal clara con la propuesta de rearme. Es alguien que cumple sus promesas y que mantiene su capacidad disruptiva. Ese es el impacto que han buscado los autores del plan: el director de la Oficina Presupuestaria, Mick Mulvaney; el director de Consejo Económico Nacional, Gary Cohn, y el estratega jefe de la Casa Blanca, el tenebroso Stephen Bannon.
Que cale este mensaje es importante para alguien que ha entrado en barrena en sus relaciones con la prensa y que tiene a las encuestas en contra. Alarmados por su baja valoración, Trump y sus consejeros quieren superar los filtros mediáticos y alcanzar directamente al electorado. La conversión de los primeros vaivenes presupuestarios en una declaración política de alta potencia busca esa meta. Y también ofrece un adelanto del discurso del Estado de la Unión mañana en la noche. En la intervención, la primera donde el presidente se enfrenta a la Cámaras, deberá mostrar a senadores y congresistas qué futuro quiere para Estados Unidos. De momento, ha optado por las armas y el ruido.
EL PRESUPUESTO MILITAR SERÁ INFERIOR AL DE LOS PRIMEROS AÑOS DE OBAMA
JOAN FAUS (WASHINGTON)
La propuesta de Donald Trump de gastar 638.000 millones de dólares en defensa en el año fiscal 2018 supone el mayor aumento en una década, pero es una cifra inferior a algunos de los presupuestos aprobados por el Congreso al inicio de la presidencia de Barack Obama. Para encontrar una cifra reciente superior hay que retroceder a 2012: 681.000 millones de dólares. El presupuesto más alto fue el de 2010 con 721.000 millones, según datos oficiales.
Pero el contexto es muy distinto. En los primeros años del demócrata Obama, EE UU estaba involucrado de lleno en las guerras de Afganistán e Irak, con decenas de miles de tropas desplegadas. Ahora, la primera potencia cuenta con un contingente muy inferior en Afganistán y su presencia en países como Irak o Siria se limita a centenares de asesores militares.
El refuerzo militar del republicano Trump responde más a una estrategia de disuasión, como la empleada por Ronald Reagan en el crepúsculo de la Guerra Fría en los años 80, que a la de un país que combate activamente en guerras, como los gobiernos de George W. Bush y Obama.
El aumento en 54.000 millones del gasto militar supone un crecimiento del 9,2% respecto al presupuesto del año fiscal 2017. Es el mayor incremento desde 2008 (11,3%), en el último año de presidencia de Bush. Pero queda lejos del crecimiento del 25,9% en 2003, cuando EE UU lanzó la invasión de Irak y estaba en el segundo año de guerra en Afganistán.