Hoy no es un día cualquiera en Sudáfrica. Se celebra, ni más ni menos, que el centenario del nacimiento de un líder como pocos, de una figura venerada en el mundo entero, de un luchador incansable. El 18 de julio de 1918 nacía en Mvezo (Provincia Oriental del Cabo) Nelson Rolihlahla Mandela. Abogado, activista, político, filántropo. Mandela fue la personificación de los valores por los que pasó gran parte de su vida luchando: justicia social, democracia y libertad. Unos valores por los que esperaba vivir, pero para los cuales estaba «preparado para morir», según dijo él mismo en el Juicio de Rivonia en 1964.
Durante sus 27 años de encarcelamiento, su leyenda se agrandó. Respaldado en todo momento por su partido, el Congreso Nacional Africano (ANC, por sus siglas en inglés), terminó siendo el centro de la lucha global anti-apartheid. En la década de los 80, Mandela era el prisionero político más famoso del mundo. El revolucionario, que nació en una pequeña localidad rural, se convirtió en un líder capaz de construir puentes hacia una Sudáfrica libre de la represiva segregación racial; las claves del éxito fueron su carácter conciliador, humildad, espíritu resistente, compromiso inquebrantable, disciplina y, por supuesto, su carisma. Su confinamiento en Robben Island, en solitario, le dio los recursos para ello. Le despojó del enojo que acarreaba y le confirió las herramientas para convencer a sus iguales de que abrazaran un futuro compartido, viable únicamente a través de la negociación.
Como primer presidente democrático de Sudáfrica, Mandela puso el acento en la transformación para la mayoría con la introducción de una constitución progresista y liberal, la estabilización de la economía y la consagración de los ideales de la democracia. Las elecciones de 1994 fueron el punto de partida, no la llegada. Sin embargo, la falta de un cambio sustancial promulgado durante la transición ha impulsado la reevaluación del legado de Mandela.
Asuntos pendientes
La Sudáfrica de hoy no es la que Mandela soñó. La pobreza sigue muy arraigada, especialmente en las zonas rurales donde no hay servicios básicos. Se estima que 14 millones de sudafricanos se acuestan hambrientos cada noche y cerca de nueve millones de jóvenes están en paro. La desigualdad que azota el país es insostenible: un 10% de la población posee el 90% de toda la riqueza; y ésta es una de las causas principales de la violencia. Para lograr una nación pacífica debe existir justicia social. No parece haber límites para la corrupción institucional, siendo el expresidente Jacob Zuma una demoledora prueba de ello, y la delincuencia común aumenta sin cesar en todo el país. Con este panorama, es comprensible que sus compatriotas estén desesperanzados, frustrados e, incluso, desilusionados. Veinticuatro años después del fin del apartheid, existe una amplia brecha entre la promesa de libertad y la realidad de la mayoría de los ciudadanos. La incapacidad del partido gobernante para implementar cambios en beneficio de la mayoría es la gran asignatura pendiente del país.
La transformación de Sudáfrica en la era democrática ha sido lenta y los políticos que han tomado su relevo no siempre han estado a la altura. El listón, sin duda, estaba alto. Mandela fue una excepción, un raro ejemplo de político con principios que representó un compromiso infatigable para el perdón y la reconciliación, hecho que también le valió algunas críticas de aquellos que le tacharon de ser «blando» con la minoría blanca que les había oprimido durante décadas. Mandela fue un individuo complejo e imperfecto pero su visión todavía importa. Sus valores y convicciones son fundamentales para superar las injusticias profundamente arraigadas del pasado y que el país siga avanzando.