Los motivos que llevaron ayer a Merkel y Putin a reunirse en el castillo de Meseberg, en las afueras de Berlín, eran contantes y sonantes. Merkel, fiel a la corrección política, puso énfasis en los lazos de amistad entre los dos países, los retos internacionales en los que Alemania y Rusia pueden trabajar codo con codo y saludó al presidente ruso a su llegada aludiendo a su responsabilidad como miembro permanente del Consejo de Seguridad de la ONU. Confió en que en Siria pueda evitarse todavía una catástrofe humanitaria, mencionó Irán, los Derechos Humanos y Ucrania, donde insistió en la posibilidad de una misión de la ONU y donde finalmente llegó a punto crucial de la entrevista: la conveniencia de que siga siendo Ucrania el país de tránsito del gasoducto Nord Stream 2, que surte de gas ruso a Alemania.
Putin, en cambio, mucho más prosaico, describió las «importantes relaciones» entre los dos países a golpe de datos económicos. Sobre Siria, recalcó la importancia de intensificar la ayuda humanitaria mediante la reconstrucción de infraestructuras básicas que permitan a los millones de refugiados desplazados regresar a sus casas y que, se deduce de su discurso, llevarían a cabo empresas europeas. Que las inversiones alemanas en Rusia superan los 80.000 millones de dólares, que las 5.000 empresas alemanas en suelo ruso facturan 15.000 millones al año y emplean a 270.000 trabajadores o que las 1.500 empresas rusas en Alemania han invertido unos 8.000 millones en este país fueron solo algunos de los datos que, en tono de amenaza, fue enlazando hasta concluir dejando caer que el gasoducto que tanto le importa a Merkel puede tomar otros caminos. «El Nord Stream 2 tradicionalmente ha hecho su camino a través de Ucrania y conozco la posición de la canciller alemana al respecto, pero hay buenas perspectivas para ampliaciones en otras direcciones», zanjó.
El Nord Stream 2 es un macroproyecto aún en fase inicial de construcción que costará unos 9.500 millones de euros y que, paralelo al Nord Stream 1, ya en funcionamiento, recorrerá 1.225 kilómetros por debajo del Báltico conectando la salida de Rusia a este mar con la costa alemana y evitando así cruzar cualquier otro país de Europa del Este. Al frente de esta importante infraestructura está Gazprom, la gasista estatal rusa para la que trabaja desde hace más de una década el ex canciller alemán socialdemócrata Gerhard Schröder, junto a los grupos energéticos alemanes Uniper y Wintershall, la austriaca OMV, la francesa Engie y el gigante anglo-holandés Shell. Este proyecto, puesto en cuestión por el presidente de EE.UU., Donald Trump, es el principal motivo por el que la visita a Berlín de un presidente ruso, hace solo unos años pura rutina, se haya convertido en una cuadratura de círculo en términos diplomáticos, en un contexto internacional, además, endiabladamente incierto.
Merkel, que desconfía del ex agente de la KGB destinado en Dresde durante los últimos años de la RDA, es consciente de que debe intensificar su relación con Putin. El recibimiento en Meseberg, reservado para relaciones especialmente estrechas, ha sido objeto de muchas críticas, aunque «honrar formalmente al pueblo ruso no significa sumisión y no hace falta ser un alto diplomático para entender que se negocia mejor con alguien que se siente valorado», según fuentes berlinesas cercanas a la organización de la cumbre.
Desprecio de Putin
Putin, por el contrario, desplegó su consabida estrategia de despreciar a la interlocutora Merkel. Para dejar claro que la derecha centroeuropea que prefiere y con la que se siente en su salsa no es la de la canciller alemana, solo unas horas antes de acudir a la recepción en Meseberg se pasó por la boda en Gamlitz de la ministra de Exteriores de Austria, Karin Kneissl, y el empresario Wolfgang Meilingerel, donde bailó incluso con la novia. La televisión pública de Austria, donde el conservador Sebastian Kurz gobierna en coalición con el antieuropeo FPÖ, emitió en directo el aterrizaje de Putin y las imágenes del jolgorio.