SANTO DOMINGO. En un hábitat bucólico e incontaminado se desenvolvía la existencia en la franja territorial habitada por la población de habla española en los períodos pre y post independentista, según testimonios de dibujantes, viajeros y escritores.
El Santo Domingo de aquellos tiempos discurría en un ambiente campestre, de cielo limpio, aire puro y aguas claras y torrentosas que corrían en ríos, saltos y cañadas, en entornos casi vírgenes, animados por los cantos de miles de aves que hallaban refugios en árboles frondosos.
“Las alturas corrían como un alargado cinturón desde el pueblo de San Carlos de Tenerife que data de finales del siglo XVII y terminaba en las orillas del río Ozama. Eran colinas verdes cubiertas de todos los géneros de árboles silvestres”, narra Manuel de Jesús Mañón Arredondo, respecto a los alrededores de Santo Domingo en su libro “Crónicas de la Ciudad Primada”.
Refiere que allí crecían “en forma de un espeso bosque las más variadas plantas nativas”.
Y agrega que “abundaban las palmas reales, la palmera espinosa o corozo, el guano, guayabas, matas de mamón, jaguas, jobos, zapotes y mamei, sin contar los intrincados matorrales llenos de lianas, de bejucos de puerco, palos de indio, fideos, anamú, el topetope, palos de balsa, hicacos y el caimoí”.
Río Ozama, bordeado de bosques
Mañón Arredondo evoca que las orillas del río Ozama estaban bordeadas de ceibos y jabillas, gruesos y altos, con sus ramajes dando sombra todo el año. “Muchas veces al cruzar esos intrincados matorrales en horas de la mañana el rocío parecía pender de los árboles hasta más tarde de lo usual”, añade el autor.
Además, expresa: “En toda la comarca norte soplaba el aire fresco y puro. El silencio era quieto, salvo cuando se percibían esporádicos tiros de escopetas de las de ‘ataque’, en las mañanas en que iban los cazadores tras la caza de las palomas coronitas”.
Recuerda que había allí “miles de ciguas” y carpinteros, bandadas de búcaros, de los Julián Chiví y pájaros bobos que encontraban refugio natural en la gran arboleda sin temores a su extinción.
Mañón Arredondo sigue narrando: “Más allá, a la izquierda se divisaba Punta Torrecilla, muy diminuta, al otro lado de la ciudad en el centro, la silueta parduzca del ábside de San Francisco, a la derecha el sólido campanario de la Merced, el más alto de todos los templos capitaleños, al fondo la iglesia de Regina y casi junto a ella la espadaña de los Padres de Santo Domingo”.
Expresa que todo remataba bajo el trasfondo del horizonte marítimo, limpio, sin nubes y sin tiempo… “Por siglos, Santo Domingo durmió bajo las faldas de sus serradas, sin salir de sus prisioneros muros defensivos”, dice.
Para la época la economía de la parte Este de la isla se basaba en el cultivo del tabaco, en el corte de madera, especialmente de la caoba, y en la ganadería.
Entonces, había en la parte española “unas pequeñas fundaciones llamadas conucos (lugares cercanos para cultivar) nombre que equivalía al de habitación de víveres o plazas de víveres en las islas francesas; es la parcelación ordinaria de algunos colonos de poca fortuna, y más comúnmente de hombres de color y libertos”, testimonia Médéric Louis Élie Moreau de Saint-Méry en su descripción de la parte española.
Posteriormente, en la década de 1860 y 1870 la explotación de los árboles útiles de la República Dominicana aumentó, lo cual produjo cierto agotamiento o extinción local de determinadas especies de árboles.
“Las tasas de deforestación se incrementaron a finales del siglo XIX, debido a la eliminación de bosques para establecer plantaciones de azúcar y otros cultivos comerciales…”, plantea Jared Diamond, traducido por Ricardo García Pérez, en el libro “Colapso”.
Las miradas de Samuel
También dejó una inestimable iconografía y muy buenas informaciones sobre la época el norteamericano Samuel Hazard, que llegó a Santo Domingo a finales de 1870 o 1871, como parte del equipo de investigadores que acompañó a la comisión de senadores nombrada por el Congreso de Estados Unidos para evaluar la posible anexión del territorio dominicano a esa nación.
En su libro “Santo Domingo, su pasado y presente” el viajero enfatizó que la principal actividad comercial de la capital era el embarque de caoba, tintes y maderas finas procedentes del interior, así como del cuero de los rebaños del Seybo.
También escribió que la pureza del aire le recordaba la de Trinidad de Cuba, considerada la localidad más sana de aquella isla. “Y aunque Santo Domingo no se halla situada en la alta montaña como Trinidad, parece igual de fresca y saludable a causa de las frescas brisas nocturnas procedentes de las colinas, mientras que de día llegan desde el mar”, puntualizó.
Hazard vislumbró tempranamente que Santo Domingo podía ser un atractivo para el turismo.
“La ciudad podría constituir un lugar adecuado para una residencia invernal de inválidos, y ofrecería una hermosa oportunidad a los hoteleros emprendedores de establecer casas en el interior o en las afueras de la ciudad para residencia de las gentes deseosas de escapar de los inviernos septentrionales”, expresó.
Dibujos de Taylor
La comisión de senadores mencionada también estuvo asistida por uno de los mejores dibujantes y acuarelistas de los Estados Unidos, el corresponsal gráfico James E. Taylor, quien se hizo famoso por sus pinturas y dibujos de la expansión norteamericana en el lejano oeste, las guerras contra los indios y el período de la reconstrucción, luego de terminada la guerra civil norteamericana.
De colección dominicana de Taylor algunos autores han publicado imágenes de Santo Domingo como Emilio Rodríguez Demorizi, en su libro “Pintura y Dibujo en Santo Domingo”, y Bernardo Vega en la obra “Imágenes del Ayer”.
Viñetas literarias de Bonó
Francisco Bonó plasmó vívidas descripciones de un paisaje rural, entre Cabo Samaná y el Cabo Viejo Francés.
Escribió: “El terreno de estos sitios, salvo los ya dichos cenagales, está sembrado de esa robusta, rica y variada vegetación de Santo Domingo. Bosques limoneros, majagua y uveros cubren el litoral con una entrada de doce leguas al interior y sirven de guarida a una infinidad de puercos montaraces, cuya caza es la ocupación de todos los habitantes que pueblan ese espacio, y el producto de las carnes la única renta que poseen”.
En el prólogo para una reedición de la obra, por parte del Archivo General de la Nación, el historiador Roberto Cassá manifestó que Bonó efectuó una radiografía de la cultura rural decimonónica.
“Este pequeño libro contiene un extraordinario valor para conocer lo que fue la vida del campesinado en el siglo XIX. Es probable que ninguna otra obra literaria o ningún tratado sociológico ─incluidos los del propio Bonó─ informen sobre el mundo campesino como lo hace “El montero”, opinó Cassá acerca de la novela publicada por primera vez en el periódico El correo de ultramar, en París, en 1856.
Bonó, nacido en 1829 y fallecido en 1906, no solo describe con mucha precisión y coloridos detalles los paisajes campestres. Además, esboza tipos humanos, comportamientos, tradiciones, caracteres, vestimentas, bailes, comidas y otros aspectos de la vida cotidiana.
Cassá destaca que “Duarte, Santana, Jimenes o Báez están ausentes” en el texto referido al mundo olvidado del campo, donde residía el 90% de los dominicanos y sostiene que la novela de Bonó abre el camino a un enriquecimiento de la historia social.