Hoy se conmemora el 175 aniversario del manifiesto del 16 de enero de 1844, el acta de Independencia de la nación dominicana, cuyos postulados fundamentaron la creación de la República Dominicana, luego de que se declarara la separación de Haití.
En la declaración se expresan los motivos de los dominicanos de la época para luchar por la independencia dominicana.
“En nada ha variado nuestra condición: los mismos ultrajes, los mismos tratamientos de la administración anterior, los mismos o mayores impuestos, el mismo sistema monetario sin garantía alguna que labra la ruina de sus pueblos y una constitución mezquina que jamás hará la felicidad del país, ha puesto el sello a la ignominia privándonos, contra el derecho natural, hasta de lo único que nos quedaba de españoles: ¡del idioma natal!, y arrimando a un lado nuestra augusta religión, para que desaparezca de entre nosotros; porque si cuando esa religión del Estado, si cuando estaba protegida, ella y los ministros fueron despreciados y vilipendiados, ¿qué no será ahora rodeada de sectarios y enemigos?”, se dice en el documento.
Igualmente, los criollos expusieron claramente que “los habitantes de la parte del Este de la isla, antes Española o de Santo Domingo, valiéndose de sus derechos, impulsados como lo fueron por veintidós años de opresión y oyendo de todas partes las lamentaciones de la patria, han tomado la firme resolución de separarse para siempre de la República haitiana y de constituir un Estado libre y soberano”.
De acuerdo al texto, cuya redacción se le ha atribuido a Tomás Bobadilla, Francisco del Rosario Sánchez o a Matías Ramón Mella, los criollos se sentían tiranizados por los invasores y se quejaban de que se les quisiera privar del idioma español, de la religión católica y de sus costumbres.
Entre los firmantes del documento, que circuló en Santo Domingo y otras localidades, estuvieron Francisco del Rosario Sánchez, Matías Ramón Mella, Tomás Bobadilla, Jacinto de la Concha, Juan Nepomuceno Ravelo y Felipe Alfau.
Ocupación de Boyer
En el 1822, el presidente haitiano Jean Pierre Boyer ocupó la porción española de la isla de Santo Domingo apoyado en un ejército de 12,000 hombres, bajo la supervisión del general Guy Joseph Bonnet, quien dividió su milicia en dos columnas: una para atravesar el sur y otra el norte.
A la sazón, la población de franja este (hoy República Dominicana) era de 70,000 almas, de acuerdo al historiador Emiliano Tejera. El territorio español tenía pocas tropas indisciplinadas. En cambio, Haití poseía una población estimada en 600,000 personas y un gran ejército entrenado en los combates de los últimos 20 años.
Manifiesto de los habitantes de la parte Este de la isla, antes Española o de Santo Domingo, sobre las causas de su separación de la República Haitiana
La defensa y el respeto debidos a la opinión de todos los hombres y a la de las naciones civilizadas imponen a un país unido a otro y deseoso de retomar y reivindicar sus derechos rompiendo sus lazos políticos, que declare con franqueza y buena fe los motivos que lo inducen a dar ese paso, a fin de que no se piense que lo ha impulsado un espíritu de curiosidad y de ambición. Creemos haber demostrado con nuestra heroica constancia que deben soportarse los males de un gobierno mientras nos parezcan soportables, siendo mejor eso que hacer justicia o sustraernos a los mismos. Pero cuando una larga serie de injusticias, de violencias y de vejámenes acaba por probar la intención de reducirlo todo a la desesperación y a la más absoluta tiranía, es entonces un sagrado derecho para los pueblos y aun un deber, sacudir el yugo de semejante gobierno y proveer nuevas garantías que les aseguren su estabilidad y su prosperidad futura.
Por el hecho de que los hombres no se han reunido en sociedad sino con el objeto de trabajar en su conservación, que han recibido de la Naturaleza el derecho de proponer los medios y de buscarlos a fin de obtener ese resultado, por esa misma razón, semejantes principios los autorizan a ponerse en guardia, a precaverse de todo lo que puede privarlos de tal derecho, cuando la sociedad se halla amenazada.
Esa es la razón por la cual los habitantes de la parte del Este de la isla, antes Española o de Santo Domingo, valiéndose de sus derechos, impulsados como lo fueron por veintidós años de opresión y oyendo de todas partes las lamentaciones de la patria, han tomado la firme resolución de separarse para siempre de la República haitiana y de constituir un Estado libre y soberano.
Hace veintidós años que el pueblo dominicano, por una fatalidad de la suerte, sufre la más infame opresión: ya sea que ese estado de degradación haya dependido de su verdadero interés, ya sea que se haya dejado arrastrar por el torrente de las pasiones individuales, el hecho es que se le ha impuesto un yugo más pesado y más degradante que el de la antigua metrópoli.
Hace veintidós años que el pueblo, privado de todos sus derechos, se ha visto violentamente despojado de todos los beneficios en los cuales hubiera debido participar si se lo hubiese considerado parte integrante de la República. Y poco faltó para que se le quitara hasta el deseo de sustraerse a tan humillante esclavitud… Cuando en febrero de 1822, la parte oriental de la isla, cediendo tan sólo a la fuerza de las circunstancias, aceptó recibir el ejército del general Boyer que, como amigo, fue más allá de los límites de una y otra parte, los españoles dominicanos no pudieron creer que, con tan disimulada perfidia, hubiera podido faltar a las promesas que le sirvieron de pretexto para ocupar el país y sin las cuales hubiese debido vencer muchas dificultades y hasta caminar sobre nuestros cadáveres, si la suerte lo hubiese favorecido.
No hubo un solo dominicano que no le recibiera entonces sin demostraciones de simpatía. Por doquier donde pasaba, el pueblo salía a su encuentro; creía encontrar en el hombre que acababa de recibir en el Norte el título de pacificador, la protección que le había sido prometida de una manera tan hipócrita; pero muy pronto, mirando a través del velo que escondía sus perniciosas intenciones, se descubrió que se había entregado el país a su opresor, ¡a un tirano feroz!…
Con él entró en Santo Domingo la maraña de todos los vicios y de todos los desórdenes, la perfidia, la delación, la división, la calumnia, la violencia, la usurpación y los odios personales, desconocidos hasta entonces en el alma de ese pueblo bondadoso…
Sus decretos y sus disposiciones fueron los principios de la discordia y la señal de la destrucción. Por medio de su sistema maquiavélico y que todo lo desorganizaba, obligó a las familias más respetables a emigrar, y con ellas desaparecieron de la tierra los talentos, las riquezas, el comercio y la agricultura. Alejó de su consejo y de los principales empleos a los hombres que hubieran podido defender los derechos de sus conciudadanos, proponer un remedio a sus males y hacer conocer las verdaderas necesidades del país. Menospreciando todos los principios del derecho público y de gentes, redujo a muchas familias a la miseria y a la indigencia, quitándoles sus propiedades para reunirlas al dominio de la República, darlas a individuos de la parte occidental o venderlas a vil precio a los mismos. Desoló la campiña y destruyó la agricultura y el comercio. Despojó las iglesias de sus riquezas, maltrató y humilló a los ministros de la religión, los privó de sus rentas y de sus derechos y, con su negligencia, dejó que cayeran en ruinas los edificios públicos para que sus lugartenientes se aprovecharan de los destrozos y pudiesen de tal suerte satisfacer la avaricia que traían consigo desde el occidente.
Más tarde, con el objeto de dar a esas injusticias las apariencias de la legalidad, emitió una ley para que se incorporaran al dominio del Estado los bienes de los ausentes, cuyos hermanos y parientes se hallan hasta hoy en la más horrible miseria. Tales medidas no satisfacían su avaricia. Puso también su mano sacrílega en las propiedades de los hijos del Este y autorizó con la ley del 8 de julio de 1824 el latrocinio y el fraude. Prohibió la comunidad de las tierras comunales que, en virtud de convenciones y para la utilidad y las necesidades familiares había subsistido desde el descubrimiento de la isla, y eso con el único fin de que el Estado sacara provecho. Con esa medida, acabó por arruinar los hatos y empobrecer a muchos padres de familia; pero a él poco lo importaba arruinarlo y destruirlo todo…
Tal era la finalidad de su insaciable avaricia.
Dotado de gran imaginación para llevar a cabo la obra de nuestra ruina y reducirlo todo a la nada, imaginó un sistema monetario que redujo insensible y gradualmente a las familias, los empleados, los comerciantes y la mayoría de los habitantes a la más negra miseria. Es con tal criterio y la influencia de su política infernal que el gobierno haitiano propagó sus principios corruptores. Desencadenó pasiones, suscitó espíritu partidario, forjó planes destructores, estableció el espionaje e introdujo la cizaña y la discordia aun en los hogares domésticos… Si un español se atrevía a hablar contra la opresión y la tiranía, era denunciado como sospechoso, se lo encerraba en un calabozo y muchos padecían aun el suplicio para espantar a los demás y hacer morir, conjuntamente con ellos, los sentimientos heredados de nuestros padres. Atormentada y perseguida, la patria no halló otro refugio contra la tiranía que en la intimidad de una juventud afligida y en algunas almas nobles y puras que supieron concentrar sus principios sagrados para relegar la propaganda a tiempos más favorables y devolver la energía a quienes estaban abatidos y estupefactos.
Los veintiún años de la administración corruptora de Boyer se deslizaron de tal suerte y, durante los mismos, los habitantes de la parte oriental experimentaron toda clase de privaciones, verdaderamente innumerables. Trató a esos habitantes con más rigor que a un pueblo conquistado por la fuerza. Los persiguió y les sacó lo que podía satisfacer su avaricia y la de los suyos. En nombre de la libertad, los redujo al estado de servidumbre. Los obligó a pagar una deuda que no habían contraído, exactamente como los habitantes de la parte occidental que se aprovecharon de los bienes extranjeros, mientras nos deben, por lo contrario, las riquezas que nos han usurpado o destinado al fin que más les convenía.
Tal es el triste cuadro del estado de esa parte de la isla cuando el 27 de enero del año pasado, Les Cayes lanzaron en el Sur el grito de reforma. Los pueblos se sintieron en el acto como devorados por un fuego eléctrico. Adhirieron a los principios de un Manifiesto del 1 de septiembre de 1842 y la parte oriental se jactó, pero en vano de que su porvenir sería más dichoso, a tal punto se hallaban de buena fe.
El comandante Riviére fue nombrado jefe de ejecución e intérprete de la voluntad del pueblo soberano. Dictó leyes según su capricho. Estableció un gobierno sin forma legal y donde no estaba incluído habitante alguno de esta parte que ya se hubiera pronunciado a favor de la revolución. Recorrió la isla y, en el departamento de Santiago, sin motivo legal recordó con pena la triste época de Toussaint Louverture y de Dessalines; llevaba consigo un monstruoso estado mayor que por doquier introducía la desmoralización. Vendió los puestos, despojó las iglesias, destruyó las elecciones hechas por los habitantes para tener representantes que defendieran sus derechos, y eso para dejar permanentemente esa parte de la isla en la miseria y en el mismo estado y para conseguir partidarios que lo elevaran a la presidencia, aunque sin mandato especial de sus comitentes. Así fue. Amenazó la Asamblea constituyente y a raíz de extrañas comunicaciones hechas por él al ejército bajo sus órdenes, resultó presidente de la República.
So pretexto de que en esa parte de la isla se pensaba en una separación del territorio a favor de Colombia, llenó los calabozos de Puerto Príncipe con los más ardientes ciudadanos de Santo Domingo, en cuyo corazón reinaba el amor a la patria y que tan sólo aspiraban a una suerte más dichosa, la igualdad de derechos y el respeto de las personas y de las propiedades. Padres de familia se expatriaron de nuevo para librarse de las persecuciones que se les infligía. Y cuando creyó que sus designios se habían realizado y que tenía asegurado el objeto que codiciaba, puso en libertad a los detenidos sin darles ni la menor satisfacción por los insultos y los perjuicios que habían sufrido.
Nuestra condición no ha cambiado ni en lo mínimo. Las mismas vejaciones y los mismos impuestos subsisten y han aumentado aún. El mismo sistema monetario sin garantía alguna prepara la ruina de los pueblos, y una Constitución mezquina que nunca hará honor al país, todo eso ha puesto por doquier el sello de la ignominia privándonos, con una verdadera burla del derecho natural, de la única cosa española que nos quedaba: el idioma natal y ha puesto de lado nuestra venerable religión para que desaparezca de nuestros hogares. Y, en efecto, si esa religión del Estado, cuando era protegida, fue despreciada y vilipendiada conjuntamente con sus ministros, ¿qué será ahora que se halla rodeada de sectarios y de enemigos?
La violación de nuestros derechos, costumbres y privilegios y muchísimas vejaciones nos han revelado nuestra esclavitud y nuestra decadencia y los principios jurídicos que rigen la vida de las naciones deciden la cuestión a favor de nuestra patria como la decidieron a favor de los Países Bajos contra Felipe II, en 1581.
En virtud de tales principios, ¿quién se atreverá a repudiar la resolución del pueblo de Les Cayes cuando se sublevó contra Boyer y lo declaró traidor de la patria?
¿Y quién se atreverá a repudiar nuestra propia resolución de declarar la parte oriental de la isla separada de la República de Haití?
No tenemos obligación alguna con respecto a quienes no nos dan los medios de cumplirla, ningún deber con aquellos que nos privan de nuestros derechos.
Si se consideraba la parte oriental incorporada voluntariamente a la República haitiana, debía gozar de los mismos beneficios y de los mismos derechos de que gozan aquellos con quienes se había aliado, y si en virtud de esa unión estábamos obligados a defender nuestra integridad, ella, por su parte, debía procurarnos los medios de hacerlo; pero faltó a eso violando nuestros derechos, y, por consiguiente, estamos libres de nuestra obligación. Si se consideraba esa parte oriental sometida a la República, con más razón debía gozar sin restricciones de todos los derechos y prerrogativas sobre los cuales había un convenio y que le fueron prometidos y, si no se realiza la única y necesaria condición de su sometimiento, queda libre y enteramente desligada, y sus deberes, en lo que a ella se refiere, le imponen que provea por otros medios a su propia conservación.
Si consideramos esa Constitución con respecto a la de Haití de 1816, veremos que, además del caso singular de una Constitución dada a un país extranjero que no la necesitaba y no había nombrado a sus diputados para discutirla, hay también una escandalosa usurpación, pues en aquella época los haitianos no tenían aún la posesión de esa parte, exactamente como ocurrió con los franceses cuando fueron expulsados de la parte francesa: como no eran los propietarios, no podían abandonarla a los haitianos. Por el tratado de Basilea, esa parte fue cedida a Francia y devuelta a España en ocasión de la paz de París, gracias a la cual fue sancionada la posesión que los españoles hicieron efectiva en 1809 y que continuó hasta 1821, época en que dicha parte se separó de la metrópoli.
Cuando, en 1816, los hijos de occidente revisaron su Constitución, esa parte no pertenecía ni a Haití ni a Francia. En lo alto de las fortalezas flameaba la bandera española, gracias a un derecho indiscutible, y del hecho que los indígenas llamaban Haití a la isla de Santo Domingo no debe deducirse que la parte occidental, que fue la primera en constituirse en Estado soberano con el nombre de República de Haití, tuviera el derecho de considerar la parte del Este u oriental como parte integral, cuando la una pertenecía a los franceses y la otra a los españoles. Lo cierto es, que si la parte oriental debía pertenecer a Francia o a España y no a Haití, pues si nos remontamos a los primeros años del descubrimiento del inmortal Colón, nos damos cuenta de que los orientales tienen más derechos al dominio que los occidentales. Si, por último, se considera esa parte de la isla conquistada por la fuerza, es por la fuerza, si no hay otro modo, que se resolverá la cuestión. Considerando los vejámenes y las violencias cometidos durante veintidós años contra la parte anteriormente española, salta a la vista que ha sido reducida a la más extrema miseria y que se está llevando a cabo su ruina, por lo cual el deber de su propia conservación y de su bienestar futuro la obliga sin más a asegurar con medios convenientes su seguridad, pues lo antedicho constituye un derecho (un pueblo que depende voluntariamente de otro pueblo con el objeto de aprovecharse de su protección, queda libre de toda obligación cuando dicha protección le viene a faltar, o cuando eso ocurre por la impotencia del protector). Considerando que un pueblo obligado a obedecer a la fuerza y que le obedece hace bien, pero que si resiste cuando puede hacer mejor; considerando, por último, que dada la diferencia de las costumbres y la rivalidad existente entre los unos y los otros, nunca habrá armonía ni perfecta unión, y como además los pueblos de la parte anteriormente española de la isla de Santo Domingo comprobaron durante los veintidós años de su agregación a la República de Haití que no pudieron obtener ventaja alguna, sino al contrario, que se arruinaron, empobrecieron y degradaron y que fueron tratados de la manera más vil y abyecta, han resuelto separarse para siempre de la República haitiana para proveer a su seguridad y a su conservación, constituyéndose, según los antiguos límites, en Estado libre y soberano. Las leyes fundamentales de ese Estado garantizarán el régimen democrático, asegurarán la libertad de los ciudadanos aboliendo para siempre la esclavitud y establecerán la igualdad de los derechos civiles y políticos sin miramientos para con las distinciones de origen y nacimiento. Las propiedades serán inviolables y sagradas; la religión católica, apostólica y romana será, como religión del Estado, protegida en todo su esplendor. Pero nadie será perseguido ni castigado por sus opiniones religiosas. La libertad de prensa será protegida; la responsabilidad de los funcionarios públicos quedará debidamente establecida; la confiscación de bienes por crímenes y delitos será prohibida; la instrucción pública será estimulada y protegida a expensas del Estado; los derechos e impuestos serán reducidos al mínimum; habrá un olvido total de los votos y de las opiniones políticas emitidos hasta este día, y eso mientras los individuos se adhieran de buena fe al nuevo sistema. Los grados y empleos militares serán conservados de acuerdo a las leyes que se establecerán. La agricultura, el comercio, las ciencias y las artes serán igualmente fomentados y amparados. Lo mismo ocurrirá con el estado de las personas nacidas en nuestra tierra o con el de los extranjeros que en ella querrán vivir, en armonía con las leyes. Por último, emitiremos lo más pronto posible una moneda con garantía real y verdadera, sin que el público pierda nada sobre la que tiene con el sello de Haití.
Tal es la finalidad que nos proponemos en nuestra separación, y estamos resueltos a dar al mundo entero el espectáculo de un pueblo que se sacrificará por la defensa de sus derechos y de un país que está dispuesto a reducirse a cenizas y escombros si sus opresores, que se jactan de ser libres y civilizados, persisten en su propósito de imponerle una condición que le parezca aún más dura que la muerte.
En vez de transmitir a nuestros y a la posteridad una esclavitud vergonzosa, nosotros, sobreponiéndonos con firmeza y esperanza a los peligros, juramos solemnemente ante Dios y ante los hombres, que empuñaremos las armas para la defensa de nuestra libertad y de nuestros derechos. Confiamos, sin embargo, en la misericordia divina que nos protegerá e inducirá a nuestros adversarios a una reconciliación justa y razonable para que se evite el derramamiento de sangre y las calamidades de una guerra espantosa que no provocaremos pero que será una guerra de exterminio, si debiera producirse.
¡Dominicanos! (comprendemos bajo esta denominación a todos los hijos de la parte oriental y a quienes quisieran seguir nuestra suerte) el interés nacional nos llama a la unión. Con nuestra firme resolución, mostrémonos los dignos defensores de la libertad; sacrifiquemos en los altares de la patria todo odio y toda personalidad; que el sentimiento del interés público sea el móvil que nos dirige en la santa causa de la libertad y de la separación. Con semejante separación nada hacemos contra la prosperidad de la República occidental y favorecemos la nuestra.
Nuestra causa es sagrada. No nos faltará ayuda, pues ya podemos contar con la que nos procura nuestra tierra, y, si fuera necesario, nos valdríamos del auxilio que los extranjeros pudieran procurarnos en semejante caso.
El territorio de la República Dominicana, estando dividido en cuatro provincias, esto es: Santo Domingo, Santiago o Cibao, Azua, desde el límite hasta Ocoa, y Seybo, su gobierno se compondrá de un cierto número de miembros de cada una de esas provincias a fin de que participen de tal suerte y proporcionalmente a su soberanía.
El gobierno provisional se compondrá de una Junta de once miembros elegidos en el mismo orden. Esa Junta tendrá en su mano todos los poderes hasta que se redacte la Constitución del Estado. Determinará la manera a su juicio más conveniente para conservar la libertad adquirida y nombrará, por fin, jefe supremo del ejército, obligado a proteger nuestras fronteras, a uno de los más distinguidos patriotas, poniendo bajo sus órdenes a los subalternos que le sean necesarios.
¡Dominicanos! ¡A la unión! Se presenta el momento más oportuno. De Neyba a Samaná y de Azua a Montecristi las opiniones son unánimes y no hay un solo dominicano que no grite con entusiasmo: Separación, Dios, Patria y Libertad.