Santiago y San Juan. Ambos. Ahora, pese a que comparten cordillera y los separan apenas unos 13 kilómetros en línea recta, son dos valles muy diferentes, como diferentes son los gustos del viajero que debe decidir cuál visitar primero como destino final, es decir, no como parada de paso en la ruta hacia el pico Duarte.
La primera diferencia tiene que ver con el grado de dificultad para alcanzarlos partiendo de las rutas “oficiales” desde una comunidad.
Para llegar al valle de Bao salimos desde Mata Grande, en San José de las Matas, recorremos 32 kilómetros de puras pruebas físicas entre pinares y pequeños bosques nublados y alcanzamos la caseta en el segundo día.
Para muchos, es el recorrido que muestra los más espectaculares paisajes del Parque Nacional Armando Bermúdez.
Los contratiempos, la media vida que se deja en el Filo de la Navaja, merecen otra escritura. Además, todo se olvida cuando los pies alcanzan la vieja caseta ubicada a 1,800 metros sobre el nivel del mar.
Para llegar al Tetero, al noreste de la provincia San Juan, partimos de La Ciénaga de Manabao (Jarabacoa, La Vega), atravesamos varias casetas de descanso y sudamos la gota gorda hasta llegar al Cruce, el punto donde los caminos se bifurcan: a la derecha hacia el pico y a la izquierda hacia el Tetero.
A partir de aquí el sendero de bajadas y suaves subidas no es tan complicado. En total, 18 kilómetros hasta alcanzar los 1,562 metros sobre el nivel del mar, en el Parque Nacional José del Carmen Ramírez.
PAISAJES. La otra gran diferencia entre los valles más visitados de la cordillera Central dominicana es el color de su fondo: amarillo en el Bao y verde en el Tetero.
Debido a las características del suelo, en el centro del Bao no crecen pinos ni otros árboles, solo pajones, grandes pajones que absorben el agua de los pequeños riachuelos y manantiales que terminan entregándole sus aguas al río Bao.
También por este motivo es poco lo que se puede hacer en medio del valle, porque el suelo es una especie de esponja mojada y fácilmente te “enchumbas” cuando pisas.
El Tetero, en cambio, es pura yerba que crece en suelo firme, con una isla de pinos a un costado de su centro. Lo primero que hacemos muchos al llegar es correr, correr y correr a toda velocidad por su largo “lecho” pegando un grito enorme de felicidad. Y hay quienes prefieren jugar pelota o tenderse a mirar el cielo que aquí tiene un azul brillante diferente al azul del resto del cielo.
PERNOCTAR. Es más acogedor el Tetero porque hace justo dos años, gracias a la gestión de la fundación Desde el Medio y el Ministerio de Medio Ambiente, el centro de visitantes fue remozado y provisto de paneles solares y un sistema de comunicación por radio.
La caseta del Bao está a la espera de estas remodelaciones pero igual caben muchas personas y hay lugar en el patio para varias casas de campaña.
DEL BAÑO. El río Bao está cerquita de la caseta, bajando por un sendero cuya pendiente se torna un poco peligrosa cuando llueve. Es de aguas oscuras y algo bravas. En el Tetero, luego de entre cinco y diez minutos de caminata se alcanzan los charcos cristalinos del Yaque del Sur y el balneario La Ballena, rodeado de enormes piedras claras.
Las noches son despejadas en ambos lugares, algo sobrecogedoras en el Bao porque este valle está rodeado de altas montañas y es más pequeño que el Tetero.
En fin, una opción de senderismo algo extremo y una estadía más enigmática y solitaria sobre un alto la ofrece el Bao; una opción más parecida a los campamentos de verano, a ras de tierra, el Tetero (que agrega a su paisaje grandes áreas cubiertas de helechos y petroglifos que evidencian el legado cultural dejado allí por los aborígenes de la isla).
Ambos: frío, mucho frío en las noches; largas y acogedoras jornadas frente al crispar de una fogata y la sensación de estar en un universo paralelo donde no existe la palabra “ciudad”.